‘El Elegido’: Una mirada al choque de intereses en torno a la representación de la Pasión de Cristo

La producción fílmica de Servando González es sencillamente ejemplar. Y no lo menciono por ser uno de mis cineastas predilectos (sí, a pesar de los pesares, pues estamos juzgando aquí su trabajo como realizador y no como funcionario del aparato propagandístico de la presidencia de la República al menos en tres sexenios), sino porque su producción fílmica es representativa de un compromiso con la calidad.

Historias que se tradujeron en poderosas líneas argumentales, realizaciones que sin enorme cantidad de recursos, siempre demostraron un hábil manejo del lenguaje cinematográfico y una sensibilidad artística por demás evidente que le valieron a sus filmes ser celebrados tanto dentro como fuera del país, son elementos que consagran a Servando González como uno de los directores nacionales más eficientes en el medio, y que en mi opinión, merecería ser revalorado como un todo-terreno de la cinematografía nacional.

Responsable de metrajes emblemáticos que ya forman parte de nuestra identidad fílmica, como han sido la memorable Viento negro (1964), la sobrecogedora y oscura El escapulario (1966), o la corrosiva y mordaz Los mediocres (1962), Servando González fue lo suficientemente inteligente como para encontrar una forma de hacer cine que logró compaginar a la perfección calidad argumental, sensibilidad artística y éxito en taquilla, cosa pocas veces vista en nuestra industria cinematográfica, cuyas búsquedas formales han pecado de abismarse por lo general, en el logro de uno de los tres rubros. Sin embargo, los trabajos fílmicos de González demuestran que cuando se es lo suficientemente talentoso, es posible conjugar estos tres elementos para lograr producciones que dejen huella.